EL CINE TEOLÓGICO E ICONOCLASTA DE LUIS BUÑUEL
De entre
los grandes maestros del cine del siglo XX, Luis Buñuel (1900-1983) es la única
presencia hispánica. Ateo declarado —“gracias a Dios”, como dijo alguna vez en
una frase que se haría famosa— nunca renegó de sus raíces religiosas y las
plasmó de una manera muy viva en toda su obra. “Soy cristiano no por la
cultura, si no por la fe”, escribió en Mi último suspiro, su
autobiografía.[1] Formado por
los jesuitas, abandonó la fe en su juventud, luego de estar en contacto con
profesores liberales. Además, como detalle nada desdeñable, en varios momentos
incluyó el sonido de los tambores de Semana Santa, una tradición ancestral de
Calanda, su tierra natal. Ligado emocional y éticamente al surrealismo, esa es
otra de las vertientes que ayudan a comprender una amplia obra que comenzó con Un
perro andaluz (1929), pequeño manifiesto realizado en Francia junto con
su entonces amigo Salvador Dalí, y siguió con La edad de oro (1930).
Dicha influencia, de la que nunca renegó formalmente, lo acompañó durante toda
su filmografía, pues incluso en los trabajos menores no dejaba escapar la
oportunidad de provocar con imágenes inquietantes.
Con el inicio de la guerra civil
española se trasladó a Francia, y luego de una fallida incursión en Estados
Unidos, llegó a México, donde permanecería hasta su muerte. Cronológicamente,
sus 32 cintas pueden dividirse en tres periodos más o menos definidos: el
estrictamente surrealista, sus películas mexicanas y el último, durante el cual
dirigió casi exclusivamente en Francia, aunque también lo hizo en España. Fuera
de las secuencias satíricas en sus dos primeras obras y de algunas referencias
en otras más, fue en trabajos posteriores donde el tema religioso es
tratado con una profundidad poco común. Esto vale especialmente para los cinco
filmes que se revisarán aquí: Los olvidados (1950), Nazarín
(1958), Viridiana (1961), Simón del desierto (1964)
y La Vía Láctea (1968).
Los olvidados o la orfandad inexplicable
Esta
película le permitió a Buñuel regresar triunfalmente, pues aunque en México
causó un gran escándalo, fue premiada en Cannes. La trágica historia de unos
niños huérfanos habitantes de los barrios pobres de la Ciudad de México,
contada en un estilo realista y sin concesiones, esconde una “trama teológica”
no muy evidente. “El Jaibo”, un adolescente que ha escapado del orfanatorio,
influye negativamente en sus amigos orillándolos a robar. Después, asesina a
otro muchacho para vengarse. Pedro, rechazado por su madre, recoge a un niño
campesino, “El Ojitos”, quien ha sido abandonado por su padre y luego tiene
varios trabajos miserables. “El Jaibo” hace aparecer a Pedro como culpable de
un robo, por lo cual éste es internado por su madre en una granja correccional,
de donde sale con un permiso especial a hacer una compra por encargo del
director, pero “El Jaibo” le sale al paso y le quita el dinero. Luego Pedro lo
persigue y “El Jaibo” lo mata para luego caer a manos de la policía. El cadáver
de Pedro es depositado en la basura.
Octavio Paz destaca algunos aspectos
de la cinta cuando escribe:
“Pedro lucha contra el
azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en “El Jaibo”; cuando,
cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere,
pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad
externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esta
ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la
tragedia es imposible. La fatal ostenta la máscara de la libertad; ésta del
destino”.
Además, señala cómo Buñuel toca las
fibras mitológicas y religiosas de un país que no era el suyo y apunta hacia
otro tópico inquietante:
“Quizá sin proponérselo,
Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo
mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las
obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la amistad hasta la
muerte […] El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos,
por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante
la sangre. La búsqueda del ‘otro’, de nuestro semejante, es la otra cara de la
búsqueda de la madre. Pedro, ‘El Jaibo’ y sus compañeros nos revelan así la
naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante
orfandad”.
De este modo, la fatalidad y la
soledad en busca de comunión aparecen trenzadas en una historia que bucea
hondamente en el mundo de la pobreza. Sin tratarse de una película
propagandista o “de denuncia”, Buñuel no idealiza a los pobres, como era la
tendencia predominante en el cine mexicano de entonces o de algunos teólogos de
la liberación, sino que los muestra con todos los matices humanos de que son
capaces. Sus imágenes desconcertantes, aderezadas con elementos oníricos,
rebasan también los cánones del neorrealismo, puesto que expone a los
personajes sin ninguna intención moralista ni de conmiseración.
Nazarín o el cristianismo imposible
Basada
libremente en la novela de Benito Pérez Galdós del mismo título, en la que éste
se propuso responder la clásica pregunta sobre qué sucedería si Jesucristo
reaparecía en la época contemporánea, Nazarín es un
acercamiento directo a una figura cristológica, ambientado en el México del
Porfiriato. Se trata de un sacerdote quijotesco que quiere vivir su
cristianismo sin cortapisas ni componendas, sirviendo al prójimo
incondicionalmente. En ese intento, se confronta con la incomprensión de las
autoridades civiles y religiosas, que lo ven como un paria insolente e inmoral,
capaz de convivir asépticamente con prostitutas, locos y marginales en medio de
un ambiente dominado por la opresión, la desigualdad y la peste. Así, se ve
envuelto en situaciones “menores” que le demandan mostrar la veracidad y la
eficacia de su fe. Pero el mundo no reacciona como él espera y Nazarín tiene
que vivir un viacrucis personal que reproduce en buena medida el
de Jesús mismo: luego de aprehenderlo es llevado en un viaje a purgar sus
culpas, aunque el destino final no será la cárcel sino la orilla del mar, donde
al parecer se interroga profundamente a sí mismo en un final muy enigmático que
acompaña el sonido de los tambores.
Con esta película Buñuel inició una
trilogía de retratos de cristianos frustrados que
no pueden alcanzar la meta de hacer realidad su fe. Acerca de este fracaso, el
director español escribió lo siguiente: “El protagonista no quiere evangelizar,
no desea convertir a nadie. Quiere ir por los campos, vivir de limosna, pero no
es un misionero, no busca hacer prosélitos. Claro, lo impulsa su creencia, su
ideología. Lo que me conmueve es lo que pasa dentro de él cuando esa ideología
fracasa, porque donde Nazarín interviene, aun con la mejor voluntad, sólo
provoca conflictos y desastres”. El protagonista de la película es un cura, es
decir, un “cristiano profesional” que se ve atenazado por la institución a la
que pertenece puesto que no le permite asumir la fe con la frescura y la naturalidad
con la que debería. De ahí que cuando se lanza al ruedo de la vida real, la
ingenuidad con que intenta moverse le ocasiona problemas severos con ambos, con
su Iglesia y con el mundo. Buñuel se sirvió de Beatriz, uno de los personajes
femeninos, para, por medio de sus alucinaciones, incluir el universo onírico
del surrealismo. Una escena es particularmente perturbadora: la visión de un
Cristo coronado de espinas, que estalla en una carcajada.
Parecería como si Buñuel mostrara la
imposibilidad de ser cristiano en este mundo, algo que no hay que descartar,
pero además sobresale la falta de pertinencia de una institución tradicional,
confrontada en este caso por una iniciativa personal de encarnación del
Evangelio. Sobre el carácter quijotesco del personaje principal, Paz ha escrito
otras líneas muy iluminadoras del contexto literario-ideológico de la historia:
“Para Don Quijote la
ilusión era el espíritu caballeresco; para Nazarín el cristianismo. Pero hay
algo más. A medida que, en sus andanzas por montes y poblados, la imagen de
Cristo palidece en la conciencia de Nazarín, comienza a surgir otra: la del
hombre. Buñuel nos hace asistir gradualmente, a través de una serie de
episodios ejemplares, en el buen sentido de la palabra, a un doble proceso: el
desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la
realidad del hombre. Lo sobrenatural cede el sitio a algo maravilloso: la
naturaleza humana y sus poderes. …Nazarín, el solitario, ha dejado de estar
solo: ha perdido a Dios pero ha encontrado el amor y la fraternidad”.
Y es que, efectivamente, la película
concluye con un gesto extraño de solidaridad: cuando Nazarín llega a una playa
(imagen tal vez de un término y un nuevo comienzo), recibe una piña de manos de
una mujer anónima. Su primera reacción es de rechazo, pero inmediatamente
cambia de actitud y acepta ese regalo con un semblante distinto. Lejos de la
solemnidad hagiográfica, la experiencia cristológica y encarnacional de Nazarín
se cierra con una nueva forma de solidaridad que él no entendía, encerrado como
estaba en los cánones de cristianismo que había aprendido. Ahora estaba listo
para padecer.
Viridiana o la piedad ingenua
Protagonizada
por la famosa actriz mexicana Silvia Pinal, este film representó el regreso
fugaz de Buñuel a España. Muchos, incluso, dijeron que se había vendido al
franquismo, olvidando sus ideales artísticos y políticos. Pero no era así, pues
Viridiana es tal vez la más irreverente de las películas
buñuelianas, aunque plantea un problema religioso de fondo. Viridiana es una
joven novicia que, antes de profesar, visita a un tío viudo. Él se enamora
perdidamente de su sobrina debido al extraordinario parecido con su esposa y
trata de convencerla de que no se haga monja. Una noche, la droga e intenta
poseerla, pero renuncia en el último momento. Al otro día, luego de confesarle
sus intenciones, el tío se suicida. Viridiana tiene que regresar y hacerse
cargo de la hacienda; siente cierta culpabilidad y pretende expiarla. Intenta
entonces practicar la caridad con algunos mendigos, a quienes instala en la
casa. Éstos, aprovechando su ausencia un día que sale con su primo Jorge,
llevan a cabo una fiesta desaforada, pero al verse sorprendidos tratan de
violar a Viridiana, echándole a perder su proyecto caritativo, pues al final
ella decide quedarse con su primo como su amante.
Nuevamente aparece en escena alguien
que intenta actualizar la fe y la caridad cristianas para toparse de frente y
sin remedio con un mundo ante el cual la religión no es más que un espejismo
inaplicable. Llama la atención que Buñuel negaba esta interpretación de la
película, pues prefería relacionarla con el Quijote. Al respecto, dijo lo
siguiente: “Don Quijote defiende a los presos que llevan a galeras y éstos lo atacan.
Viridiana protege a los mendigos y ellos también la atacan. Viridiana vuelve a
la realidad, acepta el mundo como es. Un sueño de locura y finalmente el
retorno a la razón. También Don Quijote volvía a cambiar y aceptaba ser sólo
Alonso Quijano”. Pero no existe contradicción entre una perspectiva y otra,
pues la idea básica es muy nítida: ser-cristiano-en-el-mundo es una empresa
quijotesca, utópica, contraria a los cánones del mundo.
Si Nazarín fue premiada
por la Oficina Católica Internacional de Cine, Viridiana fue
objeto de las más violentas críticas, pues al ganar nuevamente en Cannes,
recibió una amplia difusión aun cuando se prohibió en España debido, entre
otras cosas, a la secuencia del festín de los mendigos, aparentemente una parodia
de la última cena de Jesús con sus discípulos. Para algunos críticos, Buñuel
plantea en esta película, como en Nazarín, que el ser humano debe
remitirse a sí mismo para resolver sus problemas, sin acudir a puntos de
referencia externos. La materialidad cruda se impone rotundamente sobre el
utopismo cristiano.
Simón del desierto o la santidad a prueba de fuego
Simón es
un ermitaño del siglo V que vive aislado en una columna, presa de una serie de
tentaciones y alucinaciones. Su relación con el mundo es una cuerda que, a modo
de cordón umbilical, le permite alimentarse. Las crisis de Simón son
acompañadas por los tambores de Calanda. Un religioso poseído profiere algunas
blasfemias y luego es liberado en medio de una confusión de gritos en pro y en
contra de las herejías. El diablo se le aparece en forma de mujer y,
finalmente, lo traslada hasta el siglo XX,
transformándose en un cínico en medio de una fiesta juvenil.
Debido a problemas de dinero, esta
película no pudo rodarse según el plan original, lo que obligó a Buñuel a
reducirla considerablemente. Simón debía regresar al desierto y después de
morir dos naciones se declararían la guerra para conservar sus reliquias. Otra
versión dice que el diablo ocuparía el lugar del anacoreta para descarriar a
los fieles. A pesar de estas limitaciones, Buñuel consigue retratar muy bien la
oposición entre lo espiritual y lo material, al cuestionar el “oficio de
santo”. Su manejo de lo misterioso había aparecido ya en El ángel
exterminador (1962), película de título apocalíptico donde expone el
encierro y la frustración propios de la burguesía, pero que se presta también
para una interpretación teológica. En una larga entrevista, al referirse al
retorno de Simón al siglo XX, le sugieren su relación con la secularización,
Buñuel señala: “En efecto, hoy lo sagrado cuenta muy poco. Aunque no seamos
creyentes, podemos sentir esto como una pérdida. Un pobre hombre católico de la
Edad Media sentía que su vida, por dura que fuese…, tenía un sentido, formaba
parte de un orden espiritual. Para ese hombre, la voluntad y la mirada de Dios
estaba en todas partes. Vivía ‘con Dios’. No era como un huérfano. La fe le
daba una fuerza interior tremenda”.
Además, Simón en su aislamiento,
representa una suerte de crítica al orden establecido, pues su soledad y su
aislamiento lo emparentan en cierto modo con los hippies de
los años sesenta. Por ello, no se aferra a convenciones como la propiedad, pues
no necesita más que el aire, un poco de agua y algo de lechuga. Su libertad es
fascinante y temible.
La Vía Láctea o la heterodoxia como perspectiva
Concebida como un viaje iniciático o una
peregrinación, esta película integra, en una sucesión de episodios que juegan
con el tiempo y el espacio, varias herejías aparecidas en la historia del
cristianismo. Podría decirse, incluso, que se trata de una “historia del
cristianismo contada desde las herejías”, pues los dos protagonistas del relato
recorren la Vía Láctea o el Camino de Santiago y se encuentran con un desfile
de graves cuestiones teológicas, distribuidas en torno a seis grandes problemas
o misterios: la eucaristía, la naturaleza de Cristo, la Trinidad, el origen del
mal, la inmaculada Concepción y el libre albedrío, los cuales son
desmitificados. Así, los peregrinos se encuentran con la secta de Prisciliano,
con un duelo teológico a espada entre un jesuita y un jansenista, la
crucifixión de una monja, un episodio sadiano, la exhumación de un obispo
hereje, etcétera. Muchos de estos encuentros están contados con un estilo
surrealista. Por ejemplo, al inicio aparecen tres personajes que representan a
la Trinidad y al final uno que simboliza al demonio. Jesús y su madre desfilan
vestidos de tal forma que recuerdan las pinturas antiguas.
Buñuel
dio puntual cuenta de sus fuentes para este film: la Historia de los
heterodoxos españoles, de Menéndez y Pelayo, el Diccionario de
las herejías, del abad Pluquet y una Historia de la Iglesia en
80 volúmenes. Su afición por estos temas tenía un fuerte matiz ideológico: “Me
interesaron las herejías como me interesan las inconformidades del espíritu
humano, sea en religión, en cultura o en política. Un grupo crea una doctrina y
a ella se adhieren miles y miles de individuos. Luego, comienzan a surgir los
disidentes que creen en todo lo que predica la religión, menos en un punto o en
varios. Son castigados, echados del grupo, se les persigue, y aparecen los
enfrentamientos sectarios, en los que se odia más al discrepante que al enemigo
declarado”.[2] Además,
antes de la filmación discutió sus ideas con los dominicos.
La
seriedad (nunca reconocida por él) con que Buñuel asumía la filmación de estas
películas se puede apreciar en la opinión de uno de sus asistentes en La
Vía Láctea: “Creo que a Buñuel lo aqueja terriblemente la idea del
Absoluto, de Dios. La filma frecuentemente como un mal, como una alienación.
Pero, aun considerándola así, se da cuenta de que no hay nada bastante fuerte
en comparación con la idea de Dios”. En ese sentido esta película es totalmente
sui generis, pues aborda de frente, sin medias tintas, una serie
de problemas teológicos que, fiel a sus ideas, no intenta resolver, sino
sencillamente exponer. Sin querer demostrar nada, ni ponerse del lado de nadie,
Buñuel realizó La Vía Láctea, una “antología de situaciones
heréticas”, según el jesuita Manuel Alcalá, como “un paseo por el fanatismo en
que cada uno se aferraba con fuerza e intransigencia a su parcela de verdad,
dispuesto a matar o morir por ella”, según sus palabras. Este tipo de
tratamiento, tan escaso en la industria del cine, sólo podrá encontrarse en
nombres tan ilustres como Bresson, Bergman, Tarkovski y Kieslowski.
Quizá
sea bueno terminar con estas palabras de Buñuel, que muestran muy bien su
actitud ante el misterio y la fe: “Hay gente muy inteligente que creen en Dios.
¿Por qué no, después de todo? Está en la naturaleza humana el buscar una
esperanza. En cuanto a mí, no puedo dejar de ser como soy. No he recibido la
Gracia que da la fe. Me interesa una vida con ambigüedades y contradicciones.
El misterio es bello.” Más allá de los discursos y las salidas inteligentes, el
cine de Buñuel queda como testimonio de una búsqueda espiritual y estética
ejemplar, fiel al interés por las contradicciones y por exponer la doble moral
de todo poder (político, religioso y militar) desde la trinchera artística.
© Fraternidad Teológica Latinoamericana - www.fratela.org
Revista electrónica
Espacio de Diálogo, (Fraternidad Teológica Latinoamericana)
núm. 2, abril del
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